Vivo en Miami y como residente de la Ciudad del Sol, sé lo incómodo que suele ser vivir con calor. Pero, hace pocos días siento las altas temperaturas diferentes; ya no me sofocan tanto, ni me preocupa que la humedad tan pegajosa alborote mi cabello.
Ahora, el calor me estruja el corazón porque me recuerda a los 53 migrantes que recientemente murieron sofocados dentro del remolque de un camión en San Antonio, Texas.
Si uno parece asfixiarse y hasta siente cómo la presión sanguínea le baja con tan solo entrar a un auto que ha estado estacionado bajo el candente sol por pocas horas, ¿cuán horrible será morir junto a decenas de personas cuyos pulmones se pelean por el poco oxígeno que recorre el oscuro, pestilente y caluroso vagón donde llevan días encerrados?
Y así, el mismo camión que estaba supuesto a llevar a mexicanos, hondureños, guatemaltecos y otros latinos a tierra de libertad, se convirtió en una fosa común.
A cada rato vemos en las noticias que encuentran a grupos de migrantes en condiciones infrahumanas, lo que demuestra que el riesgo más grande de «cruzar de mojado» a Estados Unidos no es ser deportado al país de origen tras ser descubierto por oficiales de Inmigración en el Río Bravo, en el desierto o en la frontera.
El gran peligro está en caer en manos de esos coyotes criminales que no tienen el más mínimo respeto por la vida humana y no sólo exponen a sus víctimas a la muerte, sino que también maltratan y agreden sexualmente a mujeres, jóvenes y niños. Y ni hablar de caer en garras del tráfico humano a mitad de camino.
Sé que hay situaciones desesperantes en otros países que obligan a cualquiera a escapar, cueste lo que cueste. Lo que sí he escuchado es que el recorrido es traumatizante y hasta puede costar la vida. Lo que se vive hoy en la frontera es muy diferente a lo que pasaba allí hace 20 años.
Ojalá que las autoridades castiguen con todo el peso de la ley a los autores de ese genocidio y otros coyotes aprendan a respetar la vida de tantos soñadores que arriesgan la vida por un futuro mejor.
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