Por María Marín
Hace miles de años hubo dos pueblos que “ni en pintura se podían ver”. Se pasaban en continua guerra porque cada cual quería reinar. En uno de ellos vivía un hombre gigante que hacía temblar a todo el mundo, y no por sus pesados pasos, sino por su arrogancia y amenazas. Fanfarroneaba de ser el más poderoso e invencible de la tierra. Constantemente decía: “A ver quién se atreve a luchar contra mí”.
Un día sucedió algo sorprendente, un muchachito flaco, debilucho y que no le llegaba ni a las rodillas le dijo al gigante: “Te voy a aniquilar en un dos por tres”. Y su adversario se burló: “Jajaja… ¡Pareces un espantapájaros enano!”
Aunque todos los pronósticos señalaban que el gigante Goliat aplastaría al joven David, sucedió lo que nadie imaginaba. El flacucho, tomó valor y se enfrentó a su enemigo. Con una honda y piedra en manos pidió fuerzas a Dios y golpeó a Goliat en la frente, quien cayó muerto . Y así derrotó al “invencible”.
¿Cuál fue su secreto para atreverse a luchar? Aunque estaba en desventaja, y a pesar de su tamaño y limitaciones, el pequeño David tenía mentalidad de gigante. Esta es la cualidad principal que poseen aquellos que superan sus obstáculos y retos más grandes.
Así como este joven, todos en algún momento tenemos que enfrentar un “gigante”. que podría ser: el diagnóstico de una seria enfermedad, perder tu empleo, aprietos económicos, una ruptura amorosa o cualquier problema grande que parezca que puede acabar contigo.
Esta historia bíblica de David y Goliat nos enseña tres lecciones importantes. Primeramente, hay que tener el coraje de enfrentar cualquier situación por más gigantesca que parezca. Segundo, debes tener un plan de ataque para conseguir lo que quieres. Y tercero, tienes que saber usar las armas y recursos que posees.
Si en este momento piensas que un problema es muy grande para ti, tienes que decir como David: “Dios está conmigo y tengo fe en que a este gigante lo voy a derrumbar”. Esas fueron las palabras que dije hace unos meses cuando fui diagnosticada con cáncer de mama, y gracias a mi fe hoy puedo decir ¡derrumbé a ese gigante!
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