Por María Marín
Esta es la historia de como Dios me bendijo grandemente con la oportunidad de decirle adiós a uno de los seres que mas he amado en esta vida.
Hace un tiempo atrás, me preparaba para un viaje a Las Vegas Nevada para celebrar el día de Acción de Gracias con mi abuela Mercedes, quien pronto estaría celebrando 103 años de vida. El día antes de partir, llamé a mi querendona y le dije: «Abuelita, sólo falta un día para vernos ¿estás lista para recibirme?», con la lucidez y picardía que la caracterizaba, respondió: “eso no hay que preguntarlo… apúrate”. Colgué el teléfono y nunca imaginé que ésta sería la última conversación que tendría con la mujer que me acogió entre sus brazos después que mi joven madre murió cuando yo tenia nueve años.
Cuando llegué a la casa de mi tío (su hijo) donde ella vivía, me encontré con una escena inesperada; mi abuela estaba letárgica, su vista vidriosa y no me reconocía. La enfermera que la acompañaba me dijo consternada: «esta situación no se ve bien».
Entre llantos llamé a los familiares más cercanos para darles la triste noticia de que la matriarca admirada y adorada se nos estaba yendo. Cada nieto y biznieto, sin titubeos, me dijo: “ahora mismo salgo para allá”. Algunos manejaron por horas y otros tomaron el primer avión hacia Las Vegas. Al día siguiente mi abuela estaba rodeada de quienes más la amaban.
Una vez estando todos en su habitación, presentí que viviríamos un momento muy espiritual. Mi instinto me dijo que yo debía tomar la batuta y les dije: “Cada uno de nosotros le va a decir a la abuela cuánto la ama y lo que ella significó en nuestra vida”. Asi que al pie de su cama nos tomamos de la mano para comenzar la ceremonia, pero algo impresionante sucedió; ¡mi abuela abrió los ojos! Emocionados y conmovidos, uno por uno comenzó a expresar la gratitud, admiración y amor que sentía por ella. Fui la última en hablar y con el corazón en la mano, le dije: “Gracias por amarme incondicionalmente, tu ejemplo de amor me enseñó que la familia es lo más importante. Y la fortaleza que tengo como mujer te la debo a ti, ¡te amo!”
Luego le cantamos a coro una bella melodía cristiana que a ella le encantaba: “pescador de hombres”. Al terminar, cerró sus ojos y el silencio marcó la hora de la partida. Sentí en mi corazón un enorme vacío al verla dar su último suspiro, pero en el fondo experimenté una gran sensación de paz y satisfacción, al reconocer que no quedaron deudas de tiempo ni amor con mi abuela porque le di todo de mi, en vida…
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